“Si desapareciera ETA, quince días después Euskadi sería tan española como lo es Burgos”. Esta aseveración –de un batasuno ante un periodista- expresa también la preocupación de todo el nacionalismo ante “el día después”. Convencidos de haber estado destinados a recoger las nueces mientras los etarras meneaban las ramas, los políticos nacionalistas se debaten en torno a lo que les espera tras la desaparición de ETA, cuando tengan que ser ellos los vareadores del nogal. Por eso Ibarreche y su cuadrilla plantean el referéndum sobre un supuesto derecho a decidir. Convencidos, además, de que haga lo que haga, el PNV seguirá en el machito del Gobierno Vasco solo o en compañía de otros, ya sean tirios –como ese indescriptible Madrazo- ya sean troyanos como Pachi López. Para el nacionalismo tener en sus manos el Gobierno de Euskadi y mantener desde él su clientela está escrito en las estrellas, porque ellos, como el Athleti de Bilbao, nunca van a bajar a segunda.
En cualquier caso, casi todo el mundo piensa que ETA va a desaparecer como lo hace el sol tras el horizonte al acabar el día, pero yo no lo creo. Pienso, por el contrario, que estamos abocados a verlos caer en una larga decadencia, algo parecido a lo que está ocurriendo con las FARC en Colombia, sedicentes guerrilleros que se fueron a la selva antes de que Castro se instalara en la Sierra Maestra y morirán –hartos de coca- cuando Fidel y su plaga hayan abandonado la Isla de Cuba para siempre. Eso sí, el Tirofijo de 1950 no era el mismo que éste, muerto hace un par de meses, rodeado de secuestrados y de cocaína… y la ETA de 1970 tampoco era ésta de ahora, rodeada de víctimas y destinada a arrastrarse entre el asesinato y la cárcel, ante el cansancio y el desprecio de la inmensa mayoría de los vascos.