Como todos los que sufrimos en Chile las consecuencias totalitarias de un interminable paro de camioneros, yo también detesto los excesos de las “huelgas” de transportistas, que, desde luego, no son huelgas, término éste que el diccionario reserva al paro provocado por los asalariados.
Este actual es un lock out (paro patronal), pero es algo más. Saltándose las leyes y las más elementales normas de convivencia, estos señores se han aprovechado de la morosidad y de la tolerancia de las autoridades para dedicarse a practicar todo tipo de violentas tropelías, ocupando ilegalmente la vía pública y haciendo rehenes de sus reivindicaciones a todos los ciudadanos. Una actitud lesiva e inaceptable que, desgraciadamente, se repite con descaro.
De hecho, hace ya mucho tiempo que las huelgas clásicas (parar el trabajo para obtener mejoras laborales) ha desaparecido de la empresa privada y se ha refugiado en los servicios públicos (huelgas de sanitarios, de educadores, de transportistas… hasta de parquimetreros), con lo cual el golpeado no es el patrón, sino el peatón, es decir, el ciudadano a quien se priva del servicio, obligándole a soportar dificultades sin cuento en beneficio de unas reivindicaciones económicas que también pagará él, el peatón.
En fin, una perversión contra la cual nadie se atreve a meter mano. ¿Y cómo meterle mano? Mediante una ley de huelga consensuada con los sindicatos y la patronal que acabe de una vez con los ataques de los francotiradores. Ya se intentó en el pasado y se consiguió un acuerdo básico, pero alguien, en el último minuto, lo echó para atrás y lo hizo por motivos inconfesables, como fue decir que la ley daría más fuerza a los grandes sindicatos… pero se olvidó de que es con los grandes sindicatos con quienes sí se puede negociar.