Una tarde de mayo de 1968 se pudo ver a Fernando Arrabal, junto a una multitud juvenil, construyendo una barricada en el Barrio Latino de París, cuando acertó a pasar por allí Samuel Beckett, el irlandés afincado en Francia, a quien le esperaba, sin él aún saberlo, el Premio Nobel. “¿Qué hace usted ahí, señor Arrabal?”, preguntó Beckett, dirigiéndose al dramaturgo español. “Pues ya ve, señor Beckett –contestó Arrabal-, estoy haciendo la revolución. Echándole un poco de imaginación para intentar cambiar el mundo”. Beckett lo miró sonriendo y le dijo: “Pero qué dice usted, hombre de Dios. Dentro de cinco años todos estos jóvenes que le rodean se habrán hecho notarios”.
Más pesimista que Beckett, nuestro “enemigo” de aquellos días, el general De Gaulle, había de escribir a propósito de la sociedad futura lo siguiente: “una nube se cierne sobre el destino de los individuos. A la antigua serenidad de un pueblo de campesinos seguros de obtener de la tierra una existencia mediocre pero cierta, ha sucedido en los hijos del siglo la sorda angustia de los desarraigados”.