
Beria fue el último jefe de la policía soviética durante el «reinado» de Stalin. Un hombre siniestro sobre cuyas espaldas pesaban muchos muertos y deportados. Un sanguinario a quienes tenían pavor todos los soviéticos, incluidos sus camaradas de la dirección del PCUS. Tras la muerte de Stalin (marzo de 1953), el destino de Laurenti Beria se convirtió en una incógnita. Poco después dejó de aparecer en público. Los servicios secretos norteamericanos, ignorantes de lo que pudiera haber pasado, deciden remover las aguas, marcándose un farol, según el cual, estos servicios habían entrado en contacto con Beria en un lugar seguro: la España de Franco. El vehículo para hacer público el contacto no podía ser otro que ABC, un periódico acostumbrado a poner sus altos intereses por encima de cualquier prejuicio de veracidad informativa.
«El medio del que ha valido Beria para llegar a España constituye una verdadera novela de aventuras. Todos los tripulantes del avión que le transportaba se dejaron caer en el centro de La Mancha. El avión, con los mandos fijos y la gasolina perfectamente calculada prosiguió solo su camino hasta sumergirse en las aguas del Atlántico. Desde La Mancha, y por medio de un automóvil, la comitiva de fugitivos continuó viaje hacia un punto de la costa española donde Beria permanece escondido en espera de que el Gobierno de los EE. UU le conceda el derecho de asilo, con el consentimiento de las más altas autoridades españolas. Parece ser que esta autorización ha sido ya concedida y Beria está a punto de salir del territorio español». Lo que antecede fue publicado por ABC el miércoles 23 de septiembre de 1953.
El imaginativo señuelo, ideado por las calenturientas mentes ligadas a la «caza de brujas» del senador Mc Carthy y adobado con buenas dosis de abeceína, resultó un doble fiasco. En primer lugar, los dirigentes soviécos (Malenkov, Molotov, Kruschev…) sabían muy bien dónde estaba Beria. Beria estaba en el cementerio. Efectivamente, no atreviéndose a marginarlo políticamente, el más avezado o valiente de entre ellos, un coronel que había co-dirigido en el invierno de 1942-43 la resistencia de Stalingrado contra las tropas nazis del VI Cuerpo del Ejército mandado por Von Paulus, Nikita Kruschev, aprovechando una reunión del Bureau Político en el Kremlin, había sacado una pistola y había matado a Beria delante de toda la élite soviética. Se cuenta que tras la «ejecución», los dirigentes soviéticos no sabían qué hacer con el cadáver, así que lo enrollaron en una alfombra y lo dejaron allí, en la sala de reuniones para que lo descubrieran los empleados del Kremlin, historia que si non e vera e ben trovata. En cualquier caso, nadie hizo público el fallecimiento de Beria, que fue enterrado en secreto y en lugar ignoto, así que poca inquietud había de producir entre los conspiradores la fabulación de un periódico franquista asegurando que Beria se había dejado caer por La Mancha.
Los norteamericanos, que se habían confabulado con el ABC, dejaron en la «noticias» del ABC sus señas de identidad, que no eran otras que las de la extrema derecha, entonces reinante bajo la Presidencia de Eisenhower, así que, tras asegurar que «agentes del FBI con cartas credenciales del vicepresidente de los EE UU y de la sub-comisión del Senado que preside McCarthy han llegado a la Península», enviaban el siguiente mensaje en clave interna: «Se ha excluido de las negociaciones con Beria a cualquier miembro del Senado y del propio Departamento de Estado ya que, según afirma el fugitivo, en todos estos departamentos existen hombres con los que él, como jefe de la Policía y de los movimientos comunistas en el exterior mantenía contactos desde antaño». La paranoia macartista no terminaba ahí, sino que continuaba: «Beria ha prometido facilitar toda la información acerca de los hombres que, incrustados en las oficinas del Estado, servían secretamente los fines de la política exterior soviética». La mano de McCarthy, de Hoover, de los «cazadores de brujas» es tan obvia que da risa… claro que en 1953 no inducía al jolgorio sino al miedo.
En segundo lugar, ABC y particularmente su director de entonces, Luca de Tena, quien creía haber marcado un tanto, se encontró esa misma mañana del 23 de septiembre con una llamada de El Pardo y no precisamente para felicitarlo. Puesto en ridículo ante las cancillerías de todo el mundo, el Ministro de Asuntos Exteriores había pedido a su jefe un castigo ejemplar. Franco le dijo a Luca de Tena que mejor se marchaba y, naturalmente, ese mismo día dejó la dirección del periódico. En silencio, sin escándalo, como entonces se hacían estas cosas.
En los primeros días de octubre, después de haber dejado la dirección de ABC, mas no su propiedad, que es sagrada, entraba Luca de Tena en el lobby del Hotel Palace para tomarse un refrigerio, quizá con sus amigos de la Embajada yanqui. Dio la casualidad que por allí sentado estaba Domingo Dominguín, departiendo con otros aficionados al asunto del toro. Dado a la chanza, Dominguín llamó a uno de los botones, encargados, entre otros recados, de los avisos telefónicos.
-Oye, chaval- le dijo Dominguín, alargándole un billete y una nota manuscrita – toma estos cinco duros y anuncia una llamada.
Un minuto después, y paseándose en derredor de cuantos allí pasaban la tarde, se oyó decir al mozo con una voz que parecía salirle directamente de las gónadas:
-Don Laurencio Beria, al teléfono. Señor Beria, al teléfono.
Luca de Tena, incapaz de saber de qué lado le venía el ataque, presa del golpe bajo acabado de encajar, cabreado como una mona, cogió el sombrero, demandó la capa, fuese y no hubo nada.