En los años veinte, José Amézola era el gerente de la plaza de toros de Madrid y no sería ni el primer ni el último vasco que dirigiera la principal plaza madrileña.
Cierto día, Alfonso XIII llamó a Amézola, que ganaba mucho dinero con la concesión de la plaza, para rogarle que se hiciera cargo de la gerencia del teatro Real, que nadie quería tomar por ser seguras las pérdidas. ¿Por qué?
Aunque el abono era nutrido, distaba mucho de cubrir el presupuesto, pues no había funcionario público, fuese cual fuese su jerarquía, que no quisiera asistir a la ópera sin pagar un duro. El “tifus” –así se llamaba en la jerga teatral de entonces a la peste de disfrutar gratis de un espectáculo- resultaba ruinoso en el Real. Don Alfonso lo sabía bien y no se lo ocultó a Amézola, a quien, para compensarle y engolosinarle, le dijo que continuaría como empresario en la nueva plaza de toros ya en construcción, la actual de Las Ventas. Tentado por el ofrecimiento, Amézola cedió y en una de aquellas temporadas operísticas debutó Miguel Fleta con “Carmen”. Su triunfo fue tan clamoroso que para dar con otros semejantes había que retroceder a Julián Gayarre y Adelina Patti.
En esas se estaba cuando Francesc Cambó, entonces Ministro de Hacienda, llamó a Amézola para exigirle que contratara a la soprano catalana María Barrientos. Cambó le llegó a señalar al gerente el número de actuaciones y el caché de la diva.
¿Por qué era tan alto el interés “operístico” del multimillonario líder catalanista? Según nos cuenta Indalecio Prieto (“De mi vida, recuerdos, estampas, siluetas, sombras…”), la Barrientos era la amante de un banquero barcelonés y la esposa del banquero era la “querida” de Cambó. El favor a la soprano sólo pretendía fomentar la buena armonía de aquel “ménage à quatre”.
Como se ve, el dinero público ya servía entonces para beneficios privados, pero habrá de reconocerse que el pago con dinero ajeno a la amante del banquero cornudo para satisfacer, de rebote, favores sexuales en beneficio propio resulta –en verdad- muy catalán.