Primeros años del siglo XX. Estamos en una taberna sevillana, trianera concretamente. Es primavera y son vísperas electorales. Como todas las tardes, allí se reúne un nutrido grupo de anarquistas, entre los que destaca su líder, un hombre moreno, enjuto y sentencioso con fama de valiente y aspecto agitanado, lo cual subrayan sus largas patillas rizadas. Se llama Buenaventura Vallés.
Se abre la puerta del recinto y entra un menestral bien trajeado. Es Don Justino. Los ácratas lo conocen bien, pues es el muñidor electoral del cacique liberal D. José Rodríguez de la Borbolla.
Sea bienvenido, D. Justino, y tómese un fino por mi cuenta –dice Vallés-, pero no pierda el tiempo con nosotros, porque ya sabe que no votamos. Además, ustedes, los liberales, no tienen razón.
-¿Puedo hablar? –reclama D. Justino.
-Por supuesto que sí –contesta Vallés.
-Gracias. Puesto que el señor Vallés me ha dado permiso –se arranca el muñidor- hablaré, aunque moderadamente, pues sólo usaré cinco palabras: Pago a duro el voto.
-Eso ya es entrar en razón –sentencia Vallés.
El relato –que si non è vero è ben trovato– me lo contó Pepe Rodríguez de la Borbolla y se refería a su abuelo, un conocido liberal que fue varias veces diputado en Cortes durante la Restauración.
Un siglo más tarde y no lejos de Triana. No está allí don Justino ofreciendo un duro por cada voto sino otros “muñidores” que reparten millones de euros entre la clientela. Me refiero a los ERES. En efecto, siguen existiendo políticos que parecen salidos de la escuela de Romero Robledo. Pero hay una diferencia fundamental entre los caciques de antes y los de ahora. Los políticos de la Restauración ponían de su peculio los duros para comprar los votos; los actuales usan el dinero público.