«A la memoria de Rafael del Águila, cuya ideas iluminan este decálogo»
Alcanzada –desde hace ya bastante tiempo- la edad de la razón, ha llegado el momento de hacerse razonable o, como ha escrito un politólogo británico llamado John Gray, “es ya hora de volver al realismo”, un realismo definitivamente alejado de cualquier utopía destructora y de las múltiples políticas idealistas que llenaron el siglo XX –por no ir más lejos- de desastres. Si quiero expresar mis creencias actuales deberé partir de un viejo principio: el Estado es el único fundamento seguro para la convivencia. Por eso estoy en contra de todo lo que debilite el Estado, desde el invento de la “España plural” mediante el cual se pretende demediarlo hasta el ultraliberalismo que predica su encogimiento permanente.
Pero el realismo que defiendo no me conduce a decir que las cosas, por ser como son, hay que dejarlas como están. No. Yo no defiendo el realismo de los poderosos. No tengo una visión tan roma de las posibilidades que se abren ante nosotros cada mañana. Por eso creo que existen formas -distintas de las ya trilladas- para tejer la realidad con las ideas, apostando –eso sí- por la mesura. A estas alturas, ¿por qué otra cosa se puede apostar?
¿Y cuál es tu decálogo?, se me puede preguntar, y se me pondrá en un aprieto, mas intentaré contestar a tan incómoda cuestión sin caer en tópicos manidos.
I Podemos empezar con un mandamiento escrito hace ya muchos años por Albert Camus: “para ser hombre hay que negarse a ser Dios”. Por eso los líderes políticos debieran llevar con ellos en el coche o tener en su despacho un pepito grillo que –como a los triunfantes mílites romanos- les recuerde que son mortales, señalándoles, además, con el dedo cuando se comporten como necios.
II El segundo mandamiento viene de la mano de Adorno: “Piensa y actúa de tal modo que Auschwitz no se pueda repetir”. Se trata, pues, de evitar a cualquier precio el mal mayor.
III El tercero asegura que “La bondad no basta” y no basta porque no siempre el bien se deriva del bien. En otras palabras, la política exige, a menudo, pactos con gentes nada angelicales. Es más, con frecuencia se trata de elegir no lo mejor, sino lo menos malo.
IV Hay que tomar postura, incluso cuando no estemos totalmente seguros de nada, porque la duda es compatible con la acción, sabiendo que cada decisión nos enfrenta a una pérdida, porque cada decisión nos exige dejar de lado las alternativas no escogidas, incluso al decidir podemos herir algún valor querido, porque, a veces, habrá que apoyar –por ejemplo- alguna guerra para evitar males mayores.
V Es preciso mancharse las manos, lo contrario es apostar por la inacción. No hay alternativas impecables, pero hay que saber marcar la raya roja que no debemos sobrepasar, y no se trata de escuchar a Dios, a la razón ilustrada, a la moral universal o al derecho natural. Se trata de un esfuerzo reflexivo y cívico en el cual cada uno está solo y sin excusas.
VI No conviene luchar contra males abstractos, porque no existen esos males, existen daños concretos y para combatirlos es preciso tener la mirada puesta sobre los seres humanos, tan cercanos, tan reales y tan adoloridos. Estar con los de abajo es mi apuesta, pues aunque hayamos aprendido que ni los “condenados de la tierra” ni “la famélica legión” nos van a conducir a ningún paraíso, todos tenemos derecho a una vida decente. Al fin y al cabo, la finalidad de la buena política no ha de ser otra que la disminución –real y concreta- de la crueldad, de la injusticia y del dolor.
VII Cuidarse del mundo, saber que la política no puede hacerse desde un campanario, que existen “otras voces y otros ámbitos” y, aunque nadie lo haya comprobado, el movimiento de las alas de una mariposa en Australia puede provocar un huracán en Montevideo.
VIII Huir, como de la peste, de las consignas y de las manipulaciones y aplacar cuanto se pueda el sectarismo en sus cada vez más numerosas y variadas expresiones.
IX Mirar y oír al adversario con la atención debida, porque nadie tiene en exclusiva ni la verdad ni el error… Además, negarse a escuchar equivale a perder una ocasión de aprender. Hay que tener muy presente que por necesarios que sean los cambios que nosotros proponemos, a la hora de la verdad éstos siempre producirán algún efecto perverso.
X Luchar por las convicciones, incluso si hay que pagar por ello un alto precio. Conviene recordar que alguien murió por sus ideas, aunque confesaba sin rubor: “Sólo sé que no sé nada”… y desde entonces otros muchos de igual estirpe y coraje han sufrido persecución por actuar en consonancia con sus credos.
A estas alturas, uno ya ha abandonado la épica, pero no la pasión -aunque ésta sea mesurada y poco entusiasta-, porque no tengo ya ningún consuelo metafísico que me cubra, pero espero estar siempre dispuesto a un esfuerzo más, siempre que sea cívico y en pos de las pequeñas cosas, las reformas, los cambios, las rebeldías, las resistencias y no los grandes proyectos de perfección absoluta a golpe de trompeta y de desfile. No podemos garantizar la libertad absoluta, pero sí las pequeñas libertades. No obtendremos Justicia, sino un poco de Justicia.