La Fawcett Society publica periódicamente un informe sobre las actitudes sociales en los EE.UU. En el último se señalaba que en Wall Street, es decir, en el centro de la élite económica norteamericana, se ha establecido una norma tácita pero clara: evitar cualquier relación con mujeres. Lo cual ha llevado ya a decisiones tan absurdas como no ir a almorzar (y menos aún a cenar) con alguna compañera de trabajo o, simplemente, alguna mujer conocida. ¿Por qué?
Javier Marías lo explicaba en su columna semanal:
»El motivo es el temor a poder ser denunciados por ellas; a ser considerados culpables tan sólo por eso, o como mínimo “manchados”, bajo sospecha permanente, o despedidos por las buenas. La idea de que las mujeres no mienten, y han de ser creídas en todo caso (como hace poco sostuvo entre nosotros la Vicepresidenta Calvo), se ha extendido lo bastante como para que muchos varones prefieran no correr el más mínimo riesgo.
En un artículo reciente, la escritora norteamericana A. Roiphe señalaba que en EE. UU. se llega a denunciar como acoso pedirle el teléfono a una mujer, sentarse excesivamente cerca de ella durante un trayecto en taxi, invitarla a almorzar, o apoyar un dedo en su cintura mientras se hacen una foto juntos.
Semejantes actitudes no son sino la respuesta a las exageraciones de los movimientos feministas –cada vez más radicalizados- que denuncian a la vez hechos detestables y también se apoyan en falsedades. Como ejemplo de esto último, ahí está la persecución contra Woody Allen por delitos que nunca cometió. Denuncias basadas exclusivamente en las denuncias falsas (nunca castigadas) de ese ser insoportable que se llama Mia Farrow. (¿Cómo se pudieron casar con semejante arpía Frank Sinatra, André Previn o el mismo Allen?).
A este paso, nuestras prácticas sociales se parecerán cada vez más a las de Arabia Saudí, pues, según el citado Marías, en los EE. UU. hay ya muchos colleges donde está prohibido todo contacto físico entre hombres y mujeres, incluido estrecharse las manos. Esto trae consigo una censura creciente. Censura que imponen los “políticamente correctos” ante el silencio cobarde y cómplice del resto de los ciudadanos españoles. La culpa de semejantes disparates es, por lo tanto, doble. Ya va siendo hora de poner pie en pared y defender la libertad de pensamiento y de expresión. Y es necesaria más valentía a la hora de aguantar los sistemáticos insultos que recibimos quienes plantamos cara a estos disparates.