El fútbol español como paradigma

Michel y ValderramaNo sé si quienes inventaron el balompié moderno idearon una metáfora de la guerra o si, simplemente, aquellos británicos crearon el deporte, tal como lo conocemos hoy, con el objeto de entrenar a la juventud victoriana en la lucha militar en pro de su imperio. Naturalmente, prefiero la primera hipótesis, pues me permite admirar la inteligencia de aquellos ingleses. Orientar las pulsiones agresivas, «engañándolas» mediante todo tipo signos identitarios (banderas, himnos, uniformes… colores) para conducirlas no a la lucha sangrienta sino al triunfo incruento es -bajo esta hipótesis amable para con tales inventores- una genialidad humanitaria, filantrópica.

Claro que -soy consciente- la hipótesis se resiente al contemplar a hinchas, barras bravas, hooligans y otros animales cuando se agavillan en torno al fútbol para producir todo tipo de destrozos físicos y morales. Un populacho que en su debilidad mental se toma la metáfora como si no lo fuera y, confundiendo el culo con las témporas, cree estar en medio de una guerra y ataca al enemigo, saliendo de la propia trinchera con el hígado herido por el alcohol y la cabeza tan vacía como desorientada.

Los torneos medievales pretendían reducir la lucha sin cuartel a una «justa» en la que los nobles caballeros se atenían a unas reglas prefijadas, pero aquello tenía más de circo romano que de encuentro deportivo. El deporte moderno no es de élites sino de masas y son éstas, las masas, quienes, de entre sus filas, suministran las élites, los superdotados deportistas que hacen vibrar al público. Es fácil percibir en ese sentimiento masivo la admiración ante la superación de la dificultad, la loa a la excelencia, el reconocimiento del talento y también la identificación con «nuestros» colores. Y entre todos los deportes de equipo (porque es en equipo como, de verdad, se defienden «nuestros» colores) descolla el fútbol, al menos, en Europa, África y buena parte de América. ¿Por qué?

No se trata, a mi juicio, de un fenómeno de psicología ignota y profunda, sino, pura y simplemente, de oportunidad. Quiero decir que el fútbol es un deporte-juego que produce más fácilmente que otros los incentivos que ha de tener todo gran espectáculo. A saber: 1) Admiración ante la dificultad superada, es decir, ante la perfección y 2) Emoción.

  1. Dificultad: El fútbol es un juego de pelota que se realiza, básicamente, con los pies. De pelota, es decir, que pertenece a la clase más atractiva y extendida de los deportes (tenis, golf, billar, baloncesto, balonmano, balonvolea, jockey, cricket, polo, waterpolo, etc., etc.) y, además, con los pies, es decir, sin utilizar (excepto el portero y el saque de banda) las manos, lo que añade serias dificultades al aprendizaje y al manejo. La perfección y la precisión con la que mueven la pelota (con las manos) los buenos jugadores de basket no las pueden alcanzar los futbolistas, pero éstos dominan el espacio-largo con una perfección a la que no pueden aspirar los del basket. Dominio del espacio-largo, el del fútbol, que sólo es superado por los buenos golfistas, aunque el golfista domina un espacio-largo estático, mientras que el futbolista se enfrenta con un espacio-largo en movimiento (se mueve el jugador que mueve la pelota, se mueven sus compañeros de equipo y se mueven los adversarios), lo cual añade a las propias las dificultades del billar. Quienes, al oír expresarse torpemente a algunos futbolistas en la radio o en la televisión, concluyen que es un juego donde triunfan patanes sin un átomo de inteligencia, no saben lo que dicen. Todo deportista de élite posee un talento superior. Las facultades físicas ayudan (músculos, pulmones, reflejos, un buen hígado para vencer la fatiga… ) pero eso de poco vale sin la inteligencia, es decir, sin una notable capacidad para adecuar los medios a los fines. Todo lo bello es muestra del mejor talento humano y el fútbol, el buen fútbol, es bello.
  2. Emoción. La emoción en el fútbol es el resultado de todos los lances del juego y especialmente se deriva de la incertidumbre y de la escasez de goles. El fútbol, mucho más que la inmensa mayoría de deportes, está lleno de incertidumbre. Tan es así que, con frecuencia, un equipo de indudable menor calidad vence a otro con futbolistas fichados por cantidades hipermillonarias. A esa incertidumbre colaboran en gran medida las reglas y sus intérpretes, los árbitros. Un deporte que ha consagrado la regla del «fuera de juego» ha renegado de la sencillez (en las reglas y, sobre todo, en su interpretación). Intentemos definir la falta llamada «fuera de juego» (off side), que consiste en penalizar no una acción, sino una posición. Esta falta se sanciona cuando, en el momento en que el jugador A toca la pelota, entre el jugador B de su mismo equipo –a quien va destinada y estando B más allá de la línea que divide los dos campos- y la puerta contraria hay menos de dos jugadores adversarios. Cualquiera que sin saber algo de fútbol lea esta definición la calificará de galimatías, y lo es, pero lo más grave no está en la definición de la falta llamada «fuera de juego», sino que aplicar la norma exige que el árbitro (en este caso el juez de línea) mire simultáneamente hacia dos puntos: el pie con el que el jugador A está golpeando la pelota y la posición del jugador B. Puntos que, con frecuencia, distan entre sí cuarenta o cincuenta metros. Como es sabido, el cerebro humano no está en condiciones de discernir en tales casos con una mínima precisión los mensajes que recibe a través del nervio óptico. Esto lo sabían quienes hicieron la norma y lo saben quienes la mantienen. Se puede deducir de esta aparente contumacia que lo que se desea es que los árbitros se equivoquen… y, en efecto, éstos lo hacen muy a menudo. De hecho, la mayor parte de los fuera de juego que se pitan no lo son. Vamos, que, normalmente, los jueces se equivocan en contra del equipo que ataca, reduciendo así el número de goles que se marcan. Y ya se sabe: número de goles y emoción mantienen una relación inversamente profesional.

En efecto, los árbitros juegan en el fútbol un doble papel: El de creadores de incertidumbre y el de chivo expiatorio. Las arbitrariedades de los árbitros no se pretenden atemperar a base de normas fáciles o interpretaciones solventes (utilización de vídeos, por ejemplo) sino que se pretende todo lo contrario: exacerbarlas. Así, por ejemplo, el sistema de tarjetas, introducido hace pocos años, no hace otra cosa que aumentar las probabilidades de cometer arbitrariedades. Y éstas, las arbitrariedades, incrementan la incertidumbre y colocan a los árbitros frente a las iras del público, ejerciendo el difícil papel de pararrayos que los dioses atribuyeron a los chivos expiatorios. Además, con frecuencia, en los grandes campeonatos, esas arbitrariedades, convenientemente orientadas por las autoridades (esa cosa nostra que maneja los grandes hilos del fútbol), sirven a la gran política futbolística. Pondré sólo un ejemplo: durante los últimos campeonatos mundiales (2002) celebrados en Corea y Japón, las selecciones de Italia y España fueron eliminadas mediante descarados «errores» arbitrales que, casualmente, beneficiaron a equipos como Corea, organizadora del campeonato. ¿Por qué? La intención no era tanto perjudicar a Italia y España como beneficiar al fútbol asiático, continente en el cual el espectáculo futbolístico se halla en plena expansión. Claro que esta manipulación «coreana» se queda en un delito de robaperas si se compara con lo que ocurrió en el Campeonato del Mundo celebrado en Italia en 1934. Allí –ahora lo sabemos- Benito Mussolini se encargó personalmente de comprar, de corromper, al árbitro sueco que dirigió la semifinal entre Italia y Austria y también la final –entre Italia y Checoslovaquia-. En ambos encuentros el mismo árbitro le dio descaradamente la victoria a la squadra Azzurra, que recibió el trofeo «robado» de las mismas manos de las que había salido el dinero para comprar al árbitro, es decir, de las manos de Il Duce.A la emoción colabora de manera determinante –ya lo he dicho- la escasez de goles. Un partido en el cual a los diez minutos de juego uno de los equipos haya marcado seis goles y el otro ninguno pierde emoción, aunque no quede exento de belleza. Sin embargo, la ausencia total de éxitos durante un encuentro, es decir, los empates a cero tantos, no suelen gustar a los espectadores, que echan de menos la llamada salsa del fútbol. Pero, como es sabido, la salsa no debe tomarse en grandes cantidades sino en pequeñas dosis.El fútbol tuvo siempre vocación de gran espectáculo y, como he intentado explicar, contaba con elementos para conseguirlo: perfección, emoción… pero le faltaba al nasciturus un elemento: la pasión, y ésa sólo podía ponérsela el público. La pasión de la identificación colectiva, la única pasión (aparte de la amorosa) por la que el personal está dispuesto a matar y a morir (siempre más a lo primero que a lo segundo).

En España, la pasión que desata un Betis-Sevilla tiene regustos localistas, olor a odios de vecindario, a dreas infantiles, pero un enfrentamiento entre el Real Madrid y el Barça (que, como todo el mundo sabe, es más que un club) desata pasiones que huelen a política. Política de campanario, es cierto, pero política al fin.

Para los defensores del Fútbol Club Barcelona, el Real Madrid sigue siendo el «equipo del régimen» (franquista), mientras que se reservan para ellos mismos el papel de resistentes, aunque si uno se detiene a mirar al personal que ocupa sendos palcos presidenciales, las conclusiones pueden ser muy diferentes. El del Real Madrid suele estar plagado de gente económicamente muy solvente (quiero decir de multimillonarios), mientras que en el del Barça hay menos euros por metro cuadrado y muchos más políticos que acuden allí no tanto para hacerse la foto sino –creo yo- para bañarse en el Jordán de la identidad colectiva. Porque, en contra del tópico, Madrid se ha hecho emprendedora y realista (de la realidad, no del Real), mientras que Barcelona, en manos de políticos cuyo único objetivo es la identidad –diz que nacional-, se ha hecho romántica y funcionarial. Una Barcelona que sólo aspira ya a la subvención y a mirarse el ombligo… y a que se lo miren los demás. Una Barcelona que se expresa tan solo en catalán, a la que parece quedarle como única esperanza de cosmopolitismo precisamente el Barça. Por eso ganan ligas y otros campeonatos, porque la catalanidad endogámica y ramplona impuesta por CiU y que todos los demás políticos catalanes siguen como corderos ya no puede aspirar a otra cosa.

El fútbol español se ha convertido –y no sólo en Cataluña- en otra metáfora, en el paradigma de la «España Plural» que predica Rodríguez Zapatero. En una desatada identificación local (o regional, o nacional, qué más da) que no hay por dónde cogerla, pues se necesita mucha capacidad de abstracción para entender que mientras Ronaldo (ahora en el Real Madrid) representa el centralismo castellano, su primo Ronaldinho representa la nueva Cataluña convertida en Nación y, por tanto, aspirante a la independencia soberana: «¡Freedom for Catalonia!», eso escriben sobre sus pancartas en el Camp Nou, de vez en cuando, los jóvenes nacionalistas.

En estos juegos identitarios que, por serlo, son «juegos peligrosos», hay en el fútbol español un club que no cree en la transferencia sentimental, aquella que sostiene –y sostiene con éxito- que da igual de qué color o nacionalidad sean los futbolistas, que lo relevante es la camiseta con la que se vistan y es sobre esos colores, y sólo sobre ellos, donde se fija la atención de público identificado con el club. Vamos, que la atracción fatal de todas las pulsiones identitarias está en los colores y, como les ocurre a los toros de lidia con la muleta del torero, los hinchas no ven otra cosa.

Pues bien, los del Athletic de Bilbao piensan que eso no basta y negándose a cualquier transferencia sentimental exigen a quienes se enfundan en la camiseta rojiblanca que sean vascos. Mas para el Athletic de Bilbao, como para los etnicistas seguidores de Sabino Arana, el fundador del PNV, no es vasco cualquiera que viva o trabaje en Euskadi, ni siquiera quien haya nacido en aquellas tierras, pues «un burro que nace en un palomar no por eso es paloma». Es vasco quien es vasco. (Una tautología que ni los nacionalistas pueden aclarar, pues, aunque no lo digan, para ellos sólo es vasco quien sigue el ideario nacionalista). Pero de la interpretación que de esta creencia hace en la práctica el Athletic puede deducirse que es vasco quien haya nacido en Euskalherría (lo que incluye Navarra y un trocito de Francia) y tenga algún pedigree euskaldún, o bien los nacidos fuera de ese impreciso territorio pero con un pedigree indubitable. Pondré dos ejemplos de no vascos y por lo tanto no fichables por el Athletic. Uno, Pereda, un magnífico futbolista hecho en los equipos vizcaínos, que realizó su carrera deportiva en la delantera del Barça y en la Selección española. Fue rechazado por el Athletic por llamarse como se llamaba y haber nacido en la provincia de Burgos (sus padres emigraron siendo él un bebé). Otro, este sí, nacido en Vizcaya, de una familia acaudalada… Este futbolista, finísimo delantero, se apellidaba Jones, pero tenía un defecto: era negro (español de origen guineano). Lo cual no le impidió, claro está, triunfar en el Atlético de Madrid.

Esta política etnicista del Athletic de Bilbao (un club fundado por ingleses) tiene un efecto curioso y perverso para los etnicistas: es el único equipo de la primera división en el que todos sus futbolistas son españoles, aunque, muy de tarde en tarde, aparezca en sus filas algún vasco con pasaporte francés.

Y mientras muchos clubes españoles se gastan dinerales en fichajes foráneos, la selección nacional arrastra una vida lánguida y sin brillo. Muchos lo atribuyen, precisamente, a esa presencia masiva de extranjeros en la Liga española, pero no es fácil demostrar esta hipótesis. En cualquier caso, sí es verdad que la selección de fútbol tiene un palmarés muy pobre, especialmente en los campeonatos mundiales, donde su mejor clasificación es un cuarto puesto y se remonta a 1950 (Brasil). Pero aquel campeonato de 1950 –que acabó ganando Uruguay en una final contra Brasil en Maracaná, lo cual constituyó una auténtica humillación nacional- se recuerda con aires heroicos en España, no tanto por la clasificación final, al fin y al cabo mediocre, sino porque en aquel campeonato España consiguió derrotar a Inglaterra (la «pérfida Albión», dijeron los falangistas entonces) con un gol, precisamente, de un vasco: Telmo Zarraonaindía, «Zarra», que vengaba así, en nombre de España, la derrota y muerte sufrida por otro vasco –también en defensa de España contra Inglaterra- en el golfo de Trafalgar y en 1805, la del marino Damián Churruca.

De hecho, el único campeonato que puede exhibir en sus vitrinas la selección española es un Europeo (1964) ganado en una final contra la URSS jugada en Madrid bajo la presidencia del General-Ísimo. Por cierto, con otro gol heroico –esta vez de cabeza- del que fue autor un delantero del Real Zaragoza llamado Marcelino, como el actual Presidente de Aragón, a quien según algún autor, seguramente apócrifo, sus padres le pusieron tan proustiano nombre en honor del citado futbolista.

Pero el fútbol es también un fiel reflejo de la economía española. Ya desde antes, pero más a partir de que el Gobierno de Felipe González convirtió a casi todos los clubes de fútbol en sociedades anónimas (sólo el Real Madrid y el Club de Fútbol Barcelona fueron eximidos de esa reconversión), el porcentaje de presidentes de clubes que dicen trabajar en el ramo de la construcción es apabullante. En otras palabras: la inmensa mayoría de quienes hoy presiden clubes de fútbol en España son empresarios de esa rama, autoproclamándose «operadores del suelo», es decir -en roman paladino-, especuladores. Y es un paradigma económico porque esta rama productiva, la construcción, es el gran negocio nacional, el gran motor de la economía española. Un motor que utiliza como gasolina el urbanismo y el paisaje, destruyéndolos en beneficio de una nueva oligarquía, la del ladrillo, sin que ese motor, que produce casas como churros, sirva para dotar de una vivienda digna a nadie que la necesite. Así, millones y millones de jóvenes españoles no pueden aspirar a tener casa propia (o en alquiler) pese a los bajos tipos de interés todavía reinantes. Eso sí, según el último censo (2001) más de cinco millones de viviendas estaban vacías en España. Esa es la élite que manda en el fútbol (y en España), la de los especuladores, que, naturalmente, con el tiempo y en vista del éxito tiende a diversificar el negocio y no es raro encontrarse –como hace pocos meses- con una constructora (Sacyr) que inició una Opa hostil contra un gran banco (el BBVA) y, lo más chocante del caso es que fue una Opa que fracasó, pero resultó ser un gran negocio para la constructora. Opa que fue auspiciada y mangoneada desde los aledaños del Gobierno socialista. «Cosas veredes, amigo Sancho».

Pero en esto del fútbol, a menudo las cosas no les salen tan bien a los empresarios-presidentes que, pese a los éxitos obtenidos en el negocio de terrenos, al pasar al terreno de juego cosechan sonoros fracasos deportivos. Tal ha sido el caso del más notorio y rico de entre los clubes españoles: el Real Madrid, y de su presidente, Florentino Pérez, recién dimitido de su cargo cuando esto escribo. Es una historia, quizá no muy edificante, pero sí es significativa y, en cualquier caso, un fracaso así siempre resulta alentador para las gentes del común, pues pone en evidencia que “los ricos también lloran”. Voy a ella.

Cualquier análisis contable nos lleva a la conclusión de que hoy el espectáculo del fútbol, como tantos otros, se sostiene gracias a la televisión, pero el Real Madrid siempre pensó que, aparte del patrimonio deportivo, tenía un patrimonio real en la ciudad deportiva, situada al norte de capital, en pleno espacio urbano. El terreno sobre el que había edificado el Real Madrid sus instalaciones deportivas (entonces en las afueras) había sido regalado por el Gobierno de Franco, supongo que en un gesto generoso que pretendía pagar «los servicios prestados por el club como embajador de España».

Uno tras otro, todos los presidentes del Real Madrid a partir de los años ochenta intentaron obtener de las autoridades madrileñas una recalificación que transformara aquel terreno de dotacional en edificable. Todos lo intentaron pero ninguno consiguió convencer a los políticos de la bondad de una operación urbanística que colmataría de forma brutal una zona de por sí ya muy densamente edificada, justo detrás de las torres inclinadas de Kio (Plaza de Castilla) y muy cerca de unos terrenos de RENFE recalificados como edificables (Chamartín) y con el proceso de urbanización en marcha. Pues bien, lo que nadie había conseguido lo consiguió Florentino Pérez con una habilidad sorprendente. Veámoslo.

Pérez, un talentoso Ingeniero de Caminos, había comenzado su andadura política en la UCD y a él se debe –entre otras cosas- el Plan de Saneamiento Integral de Madrid, que él diseñó, aunque fueran otros (los socialistas) quienes lo llevarían a cabo, pero siguiendo el proyecto que Pérez y su equipo habían realizado durante el corto mandato como Alcalde de José Luis Álvarez. Éste, Álvarez, y su equipo, entre ellos Florentino Pérez y José María Álvarez del Manzano, perdieron por pocos votos -frente a los socialistas y comunistas coligados- las primeras elecciones municipales celebradas en Madrid (1979) después de la dictadura. Tras la desaparición de UCD y de intentar otra operación política, imaginativa pero perdedora, con Miguel Roca como eje, Florentino Pérez abandonó la política y puso su indudable talento a trabajar en un proyecto empresarial que, de la nada, concluyó en un éxito rotundo. Fue bajo estas condiciones de solvencia económica y prestigio social como Florentino Pérez ganó las elecciones para la Presidencia del Real Madrid (al segundo intento, pues en el primero había sido derrotado por Ramón Mendoza) y se dispuso a «poner en valor» la Ciudad Deportiva para alimentar un ambicioso proyecto consistente en traerse a la Casa Blanca a los más punteros futbolistas de Europa, empezando por Luis Figo (arrebatado al Barça, con el lógico enfado), Ronaldo, Zidane, Beckham…

Pero antes tenía que resolver el problema de la recalificación y Florentino Pérez lo hizo con la suavidad y la eficacia de un supositorio dorado. Y no precisamente torciendo la mano de sus amigos: Álvarez del Manzano (Alcalde) y Ruiz-Gallardón (Presidente de la Comunidad), sino que éstos se vieron «forzados» a conceder, no a Florentino Pérez, sino a todas las fuerzas vivas –empezando por los sindicatos, siguiendo por Izquierda Unida y pasando por la Federación de Asociaciones de Vecinos- que, más que pedir, exigían a las autoridades que declararan edificable el terreno de aquella ciudad deportiva en pro de un club «que es santo y seña de esta gran villa». Y claro, las autoridades no tuvieron más remedio que conceder lo que sus súbditos solicitaban con tanto empeño y tan justas razones.

Teniendo en cuenta que hasta entonces tanto las Asociaciones de Vecinos como los sindicatos (UGT y CCOO), así como IU, se habían mostrado muy estrictos en la defensa de un urbanismo racional y democrático, cosa que está a años luz de lo que ellos mismos apoyaron en beneficio del Real Madrid, cabe preguntarse: ¿cómo se produjo el milagro? Un milagro que transformó el agua clara de las tradicionales ideas de la izquierda respecto a la especulación inmobiliaria en vino de la mejor añada en cuanto a la colmatación urbana se refiere. La caída del caballo de esa sedicente izquierda (antes marxista-leninista, ahora marxista-ladrillista) fue, desde luego, no tan sonada, pero más profunda que la de Saulo camino de Damasco y la capacidad de persuasión de Florentino debió de mejorar a la de Cristo cuando éste hablaba al futuro San Pablo. Persuasión, ésa es la palabra, aunque haya por ahí maledicentes que señalan con el dedo las parcelas que en los distintos PAUS (Planes de Acción Urbanística) fueron a parar a manos de UGT, de CCOO y de los líderes vecinales, así como a las de IU, pero eso son maledicencias, porque de ser ciertas esas coimas, la prensa española, siempre dispuesta a la justa denuncia y a la persecución de los desmanes, lo hubiera publicado y denunciado a bombo y platillo. Y si no lo hizo sería porque todas esas aparentes evidencias sólo eran (y son) rumores sin ningún fundamento.

He escrito más arriba que todas las fuerzas vivas se sumaron a la petición para recalificar los terrenos de la Ciudad Deportiva y eso no es toda la verdad, pues hubo un grupo político en el Ayuntamiento de Madrid, el PSOE, que se opuso y lo hizo saber por boca de su entonces portavoz de Urbanismo, Matilde Fernández. Esta mujer predicó durante largos meses las razones, poco originales pero muy contundentes, avaladas por el urbanismo tradicional (de Cerdá y Arturo Soria a la Carta de Atenas), que desaconsejaban la edificación, en lo alto de la Castellana y pegadas a uno de los grandes hospitales, de unas cuantas torres colmatantes, por mucho que la buena salud económica de un club de fútbol lo demandara y aunque ese club fuera el Real Madrid.

Pero dichas razones no convencieron a UGT ni a CCOO ni a los sedicentes vecinos asociados y mucho menos a los grandes gurús de la comunicación. Tan fue así que una poderosa cadena de radio vetó en sus emisoras la presencia de Matilde Fernández, privando a los oyentes de su voz. El censor se llamaba –y se llama- Antonio García Ferreras y era a la sazón uno de los directivos de la SER. Durante todo el proceso recalificatorio fue política de esa cadena, tanto en sus secciones deportivas como en las llamadas “informativas”, apoyar las justas demandas que solicitaban la recalificación de los terrenos que el Real Madrid había heredado ab intestato de Francisco Franco, pero lo más sorprendente del caso había de llegar poco después.

Cuando la recalificación se consumó y los madrileños estuvieron informados de que su villa estaba dispuesta a emular con ventaja a otra, también castellana, denominada «Madrigal de las Altas Torres», con el «proyecto Florentino» lanzado ya a su velocidad de crucero, entonces el Presidente del Real Madrid anunció el fichaje como jefe de comunicación de aquella entidad deportiva, con un sueldo multimillonario, de un acreditado profesional. ¿De quién se trataba? Naturalmente, de Antonio García Ferreras. Lo cual también resulta ser paradigmático. Ejemplo de las relaciones entre algunos periodistas, el dinero y el poder y también lo es de los códigos deontológicos bajo los cuales trabajan los profesionales del periodismo en España. Códigos éticos que, como habrá adivinado el paciente lector, brillan por su ausencia.

Con estos antecedentes, casi todo el mundo había descontado el éxito deportivo, pero cuando esto escribo han pasado tan solo siete días desde la dimisión de Florentino Pérez como Presidente del Real Madrid, cerrándose así, desde el punto de vista deportivo, un ciclo mediocre para el club. En el momento de la dimisión, el Real Madrid había sido eliminado de la Liga europea de campeones por el Arsenal británico, a quien fue incapaz de marcar un solo tanto en los dos partidos de la eliminatoria. Eliminado, también, de la Copa del Rey ante un humilde Real Zaragoza después de un resultado humillante en la ciudad del Ebro. En fin, a más de diez puntos del Fútbol Club Barcelona en la Liga española, perdida ya una temporada más. ¿Cómo se explica esta decepción?

A mi juicio, este fiasco es, también él, un paradigma de la post -modernidad, de la era de la imagen, que se empeña en sostener que lo importante no es el ser, sino el parecer. Por eso se ficharon futbolistas que estaban en la cumbre, mas parece mentira que un Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, como es Florentino Pérez, no haya tenido en cuenta que «la cumbre» es, por definición, un máximo (primera derivada igual a cero) y desde allí no puede ocurrir otra cosa que caer, descender, decrecer: segunda derivada negativa. Y los futbolistas que ayer mismo eran el asombro del mundo, hoy comienzan a mostrar su decadencia. Y mientras tanto se despreciaron jóvenes como el camerunés Etoo –hoy en el Barça y máximo goleador de la Liga- o se despachó al francés Makelele -posiblemente el centrocampista defensivo más eficiente del mundo-.

También el desfile de entrenadores ha sido tan espectacular como decepcionante. La cosa comenzó con un capricho, el de cesar a Vicente del Bosque, con quien se acababa de ganar una liga. La razón que adujeron para justificar el cese lo dice todo: “La imagen de Vicente del Bosque no cuadra con la que quiere tener el Real Madrid”, eso dijeron… y desde entonces no se han producido otra cosa que fracasos pero, todo hay que decirlo, los entrenadores que han desfilado por el banquillo del estadio Bernabéu tras la salida de Vicente del Bosque lucían, todos ellos, tenues de muy buen corte y corbatas de Versace.

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