-¿Por qué, Dios mío, me has dado una piel de color tan oscuro, un color que no me ha traído más que problemas?, preguntó el hombre, puesto de rodillas, frente al altar de aquella iglesia falsamente gótica.
De improviso, como si viniera del púlpito vacío, una voz profunda, que parecía salir, no de la garganta sino directamente de las gónadas de quien hablaba, y que reverberaba sobre los muros de la catedral, le contestó.
El hombre miró, primero hacia el púlpito y luego, girando la cabeza, a los fieles diseminados por los bancos en derredor, pero nadie, excepto él, pareció escucharla.
-Hijo mío –comenzó la voz- esa piel te protege de los potentes rayos del sol, incluso de los infra-rojos. También te he dotado de músculos elásticos que te permiten correr como gacela para que no puedan alcanzarte sobre la sabana los depredadores, y ese pelo ensortijado y fuerte es el ideal para no caer enredado en las trampas que la selva te tienda.
El hombre quedó tan sorprendido como anonadado, pero ello no paralizó su reivindicativo cerebro. Así que meditó un instante y dijo:
-Entonces, Altísimo Señor, ¿qué cojones hago yo aquí, en medio de Manhattan y en invierno?
Pero esa vez no hubo respuesta.