Estrenada no hace mucho en España “Up in the air” -inspirada en una novela de Walter Kirn que lleva el mismo título-, la película, dirigida por Jason Reitman y protagonizada por George Clooney, gira en torno a una empresa dedicada a “poner gente en la calle”, cuyos clientes son los diversos departamentos de “recursos humanos” de las numerosas empresas en los más variados sectores, bajo la obsesión de “adelgazar” y “renovar” plantillas. Entregados todos ellos a la sin par tarea de flexibilizar la producción. La película –al igual que la novela de Kirn- nos traslada, en forma de comedia dramática, el calvario de tantos trabajadores de mediana edad que en la madurez de su carrera profesional se ven despedidos… sin que su jefes den la cara. Para ejecutar tales decisiones, los ejecutivos (más bien “ejecutores”) se ocultan tras los rostros, tan sonrientes como curtidos, de unos individuos cuya profesión es puro y perverso cinismo… y, ya se sabe, toda perversión se sustenta en otra previa: la perversión del lenguaje, la destrucción de las palabras. No existen despidos sino que son prácticas de reengineering. No te vas a la calle, sino que tienes una nueva oportunidad para reiniciar tu vida profesional. “En ATT –escribió en su día un ejecutivo de esa empresa- tenemos que fomentar el concepto de que la fuerza de trabajo es contingente”. La consigna de este capitalismo en red es nada a largo plazo, lo cual destroza toda pretensión planificadora, disuelve cualquier vínculo interno de confianza o de compromiso y levanta un muro infranqueable entre la voluntad y los comportamientos. Richard Sennett –profesor de la London School of Economics, una buena parte de cuyas obras (“El artesano”, “El respeto”, “La cultura del nuevo capitalismo” y “La corrosión del carácter”) ha publicado Anagrama- ilustra e ilumina este proceso que ha transformado el capitalismo industrial de la post-guerra en un nuevo paradigma cuya palabra fetiche es flexibilidad. Ya no existen carreras profesionales ni perspectivas vitales. Ese camino está bloqueado por la flexibilidad. Al atacar la burocracia rígida de antaño, la flexibilidad dice traer de la mano “más libertad para moldear la vida, más oportunidades”. Nada más lejos de la verdad. Según estimaciones solventes, el número de trabajadores estadounidenses que se quedó sin trabajo en apenas quince años, entre 1980 y 1995, a causa de las reducciones de plantillas alcanzó la apabullante cifra de 40 millones de personas. Operaciones “reductoras” que están directamente conectadas con el aumento de la desigualdad, pues sólo una minoría de los trabajadores de mediana edad despedidos encontraron un nuevo trabajo con igual o mejor salario del que tenían. Una reingeniería que -en términos de productividad y en términos globales- ha sido un fracaso. ¿Por qué? Porque esos cambios bruscos no traen sino disfunciones: “Se descartan y revisan los planes comerciales, los beneficios esperados resultan efímeros, la organización pierde dirección”. Y esto no lo escribió ningún cesante sino Erik K. Clemons, uno de los consultores más prestigiosos de Norteamérica. Estos fiascos generalizados permitieron definir a los sociólogos Scott Lash y John Urry el proceso de flexibilización como “el final del capitalismo organizado”. Y no sólo fueron ellos, ya en los años noventa la AMA (American Management Association), tras un concienzudo estudio sobre importantes procesos de reducción de plantillas, llegó a la conclusión de que tales prácticas conducían a “menores beneficios y a una productividad decreciente”. Es más, el estudio afirmaba que “menos de la mitad de las empresas (implicadas en fuertes reducciones de plantillas) han logrado sus objetivos de reducción de gastos; menos de un tercio han aumentado la rentabilidad y menos del 25% aumentaron la productividad”. Las razones no son difíciles de encontrar. Son dos: desorganización industrial y descenso de la motivación laboral, pues, tras estas “purgas”, los trabajadores que sobreviven no lo consideran como un premio, tan solo esperan la llegada del próximo hachazo. El trabajo en red y la flexibilidad han destruido las grandes concentraciones productivas, aquéllas en las que, por ejemplo, se fabricaban sobre el mismo espacio físico el motor, la chapa, las ruedas… todas las piezas, y también se hacía el montaje del automóvil. Se recurre ahora a un archipiélago en el que cada isla productiva se ha especializado en una pieza, y esto debiera haber significado una explosión de productividad… eso piensa mucha gente, pero es falso. En efecto, el crecimiento de la productividad por persona ocupada y, también, por hora trabajada no hizo sino disminuir desde los años cincuenta hasta el final del siglo pasado. De un crecimiento anual del 2% (por persona) y del 2,4% (por hora) en los EEUU se ha pasado al 0,8% y al 1,1% respectivamente. Y lo mismo ocurrió en los otros cuatro grandes países industrializados: Alemania, Japón, Reino Unido y Francia. Así que menos lobos. Sea como sea, no estamos ante un proceso arbitrario o caprichoso. Existen razones externas que aconsejan esa “renovación permanente”. En primer lugar, la inestabilidad de la demanda. Es ella quien empuja hacia la “especialización flexible”. Además, el valor en bolsa de las acciones de las compañías suele responder positivamente a cualquier cambio organizativo de éstas, como si cambiar fuera en sí mismo un bien. De hecho, en los mercados bursátiles actuales el trastorno que provoca la flexibilidad en las organizaciones empresariales se ha mostrado muy rentable y, aunque a largo plazo, estos bruscos giros acaben en fracasos, el beneficio bursátil a corto plazo suele estar más que asegurado. Anida, en fin, otra “ventaja” en la sustitución de las grandes concentraciones productivas y su transformación en “archipiélagos” y ésta no es otra que la destrucción del poder sindical, que se ve forzado a operar ahora sin los viejos anclajes que le daba antaño la concentración de trabajadores en una sola, grande e integrada fábrica. Resulta obvio señalar que estos cambios productivos han destruido también una añosa “ética del trabajo”, aquélla que pedía “trabajar duro y esperar la justa recompensa”. Esa espera, esa gratificación postergada, carece de sentido en instituciones velozmente cambiantes. ¿Por qué trabajar largo y duro para un empleador que sólo piensa en liquidar este negocio e irse a otro? En la era de la flexibilidad, la ética del trabajo se llama equipo, trabajo en equipo. Otra filfa que ilustra con talento una serie televisiva norteamericana: “Mad Men”. El poder está presente incluso en las escenas más superficiales, dentro de ese sedicente trabajo en equipo, pero a diferencia del trabajo jerarquizado, ahora no existe autoridad, es decir, los jefes ya no se hacen cargo de ninguna responsabilidad, ésa recae sobre las espaldas del “equipo”. En fin, nos quejábamos de la “explotación y de la alienación” del trabajo asalariado que sufrieron nuestros padres, mientras nosotros ascendíamos por la escala social a base de codos y de trabajo, pero, en lo tocante a la vida laboral, me temo que a nuestros hijos los dejaremos en el aire.
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