SOPA O TETA

Abunda hoy la sensación de que en la política reina el relativismo más absoluto. Ha llegado a ser evidente que los hechos (las verdades de hecho) casi nunca están seguros en manos de los políticos. Pese a ello, en el terreno de la sociedad civil, también en el Estado, existen profesiones, grupos, dedicados al establecimiento de esas verdades fácticas. Los científicos, los artistas, los historiadores, los estadísticos, los jueces… los periodistas dedican (o debieran dedicar) buena parte de su trabajo precisamente a ello.
Las instituciones en las cuales trabajan quienes buscan y producen verdades de hecho, son, por muchas razones, imprescindibles para la democracia, pero cuando se apartan de esa búsqueda, pierden su razón de ser, se vuelven ineficientes. Por eso las carreras, los estatus de esos profesionales no debieran depender de las opiniones populares ni estar sujetas a las decisiones políticas. Sin estadísticos que trabajen buscando la verdad, sin magistrados que instruyan y juzguen según la verdad, sin periodistas que investiguen y expresen la verdad… la sociedad se torna indefensa.
A los juristas (abogados, fiscales, jueces… ) que no se dedican a buscar la verdad, sino a enredar las cuerdas que conducen a ella, bien se les puede denominar leguleyos. Y son estos leguleyos los encargados de hacernos perder de vista la verdad y de tergiversar el espíritu de las leyes. Tal cosa está ocurriendo con las sedicentes interpretaciones en torno a la Ley de Partidos. Una ley que se aprobó, por fin, en 2002 (Ley Orgánica 6/2002 de 27 de junio) y que debió haberse aprobado al día siguiente del referéndum constitucional (1978). Esta ley consagra un principio elemental: aquel que, en palabras de Hanna Arendt, se enuncia asÍ: “quien utiliza la violencia renuncia a la palabra”. O dicho en términos políticos: quienes practican, defienden o apoyan las prácticas violentas con objeto de obtener ventajas políticas no tienen derecho a participar en las instituciones democráticas. La ley les viene a decir a los violentos y a su séquito algo que los niños pequeños entienden bien: “o sopa o teta”, pero nunca las dos cosas a un tiempo.
Esta ley no pudo aprobarse bajo los gobiernos de Suárez, Calvo Sotelo o González porque “finos juristas” (es decir, leguleyos) enredaron las cosas a gusto de los nacionalistas de toda procedencia –también de los sempiternos administradores de la buena conciencia- para que ETA y sus mariachis pudieran participar (y financiarse) en las instituciones democráticas, mientras unos ponían bombas o disparaban tiros en la cabeza y los otros aplaudían la matanza y jaleaban a los asesinos… y así nos lució el pelo.
El daño que la ley ha hecho a los terroristas es directamente proporcional a sus protestas y a sus argucias para burlarla. Aunque sólo fuera por eso, habría que mantenerla… pero los leguleyos han vuelto a aparecer para enredarnos, con argumentos difícilmente comprensibles, pero cuyo resultado es obvio: Acción Nacionalista Vasca, la última bandera de conveniencia de los piratas batasunos, presentará sus listas –entre otros- en los Ayuntamientos de Hernani, Mondragón, Oyarzun, Vegara, Pasajes, Cestona, etc., donde ya tuvo Batasuna -¡qué casualidad!- la Alcaldía. Yo no sé, pues no soy leguleyo, si esta tolerancia está dentro de la ley, lo que sí sé es que no se compadece con el espíritu de esa ley ni con los elementales derechos de defensa de la democracia ante sus enemigos.
Mas, sea como sea, no es necesario recurrir a Albert Camus o a la ya citada Hanna Arendt para decir que la verdad puede ser destruida, pero no existe poder que consiga sustituirla.

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