Tres anécdotas entre Moscú y Nueva York

I

Moscú,  1937. En el invierno de 1937, mientras en España continuaba la guerra civil, enzarzada en aquel momento entre la nieve en la sangrienta batalla de Teruel, en Moscú proseguían los procesos montados por Stalin para acabar con los bolcheviques de la primera hora, mientras Siberia se nutría de deportados. En la nevada Plaza Roja moscovita se encuentran y saludan Sacha e Igor, dos viejos camaradas de la primera hora, cuando la Revolución todavía estaba cargada de promesas y esperanzas.

-¿Sabes la última noticia? –preguntó Sacha.

-Pues tú dirás –solicitó Igor.

-Ha caído Teruel –le informó Sacha compungido.

-¿Y qué será ahora de su familia? –preguntó, preocupado, Igor.

II

Moscú, 1952. Hace una tarde primaveral; quizá por eso, Fedor Antonov se ha decidido a sacar de paseo a su hijo Lev, de tan solo diez años. El muchacho se detiene ante una estatua de piedra que representa al Vladimir Ilich Ulianov, el fundador de la Unión Soviética.

-¿Quién es este señor? –indaga el niño.

-Éste que ves ahí es el gran Lenin. Fue él quien comenzó a quitarnos las cadenas del capitalismo y nos llevó por la senda del comunismo.

Cien metros más adelante el chico vuelve a pararse delante de otra estatua, erigida en honor de Josip Dugasvili, el sucesor de Lenin.

-¿Y éste quién es, papá?

-El gran Stalin. Él acabó de quitarnos las cadenas.

-¿Y qué son las cadenas? –inquirió, insatisfecho, el pequeño Lev.

-Las cadenas son una serie de aros engarzados, generalmente de oro, que servían para llevar los relojes atados a las chaquetas –informó el padre.

-Y el capitalismo, ¿qué era el capitalismo?

-El capitalismo era la explotación del hombre por el hombre –aseguró Fedor.

-¿Y el comunismo? –insistió el muchacho.

-El comunismo, Lev, es todo lo contrario.

III

Nueva York, 2004.  ¿Por qué, Dios mío, me has dado una piel de color tan oscuro, un color que no me ha traído más que problemas?, preguntó el hombre, puesto de rodillas, frente al altar de aquella iglesia falsamente gótica de Nueva York.

De improviso, como si viniera del púlpito vacío, una voz profunda, que parecía salir, no de la garganta sino directamente de las gónadas de quien hablaba, y que reverberaba sobre los muros de la catedral, le contestó.

El hombre africano miró, primero hacia el púlpito y luego, girando la cabeza, a los fieles diseminados por los bancos en derredor, pero nadie, excepto él, pareció escucharla.

-Hijo mío –comenzó la voz- esa piel te protege de los potentes rayos del sol, incluso de los infra-rojos. También te he dotado de músculos elásticos que te permiten correr como gacela para que no puedan alcanzarte sobre la sabana los depredadores, y ese pelo ensortijado y fuerte es el ideal para no caer enredado en las trampas que la selva te tienda.

El hombre quedó tan sorprendido como anonadado, pero ello no paralizó su reivindicativo cerebro. Así que meditó un instante y dijo:

-Entonces, Altísimo Señor, ¿qué cojones hago yo aquí, en medio de Manhattan y en invierno?

Pero esa vez no hubo respuesta.

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