UN PAR DE ASPIRINAS PARA EL GUERRILLERO

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 Hacia las siete y media de la tarde del 8 de octubre de 1967, un hombre –el pelo enmarañado, calzado con unas frágiles abarcas que han sustituido ya hace días a las destrozadas botas de campaña- entró, por segunda vez en su vida, en La Higuera, un pueblo perdido de treinta casas de adobe. Volvía derrotado y con un balazo en la pierna derecha, que arrastraba al andar. Sus captores, que le ayudan a caminar, han atado sus manos con una cuerda.
La comitiva de prisioneros y soldados entra, como un entierro, en el pueblo, ante la mirada inescrutable de los campesinos. Los soldados encierran a los prisioneros en un chamizo de una sola planta con dos cuartos, en cuya entrada está escrita la palabra “Escuela”. El herido se deja caer al suelo. Frente a él hay una pizarra en la que alguien ha escrito: “Ya se leer”.
Lejos de allí, en La Paz, a las diez y media de la noche, se ha recibido un mensaje enviado desde Vallegrande: “Fernando herido. Envíen por morse: 600 vivo, 700 muerto”. La respuesta no tarda en llegar. La sentencia de muerte es breve: “Orden presidente Fernando 700”. Aún no han dado las doce cuando por telégrafo llega el mensaje a Vallegrande.
De vez en cuando, oficiales, suboficiales o soldados, uno a uno, asoman la cabeza y, silenciosos, miran al prisionero que está tendido en el suelo. La herida ha dejado de sangrar.
Julia Cortez, la maestra, es autorizada a conversar con el guerrillero. “Ah, es usted la maestra. ¿Ha visto que la e de “sé leer” no tiene el acento?”, le dice él, señalando con las manos atadas la pizarra, donde está escrita la frase.
-Usted ha venido de muy lejos para pelear en Bolivia… -dice ella.
-Sí, he estado en muchos sitios antes. Yo soy un revolucionario, ¿sabe?
-Usted ha venido a matar a nuestros soldados –le corrige Julia.
-No, yo he venido para que las escuelas puedan ser escuelas y no galpones malolientes, como éste, pero en la guerra se mata y se muere.
Enfermo desde niño, la voluntad le ha permitido arrastrar su mal en las pésimas condiciones que la guerra procura, pero siempre llevó consigo dos cosas: un fusil y un botiquín que le aliviara de sus ahogos. Ambos se han perdido en la última batalla.
El asma, siempre agazapada y caprichosa, le ha dejado tranquilo en esta hora de la noche, aunque le duele la pierna y se nota febril. “¿No tendrá una aspirina?”, solicita. Julia sale para buscar una caja que tiene en su casa y vuelve con ella y con un vaso de agua. “¿Puedo tomar dos?”, solicita el hombre. ”Ahora intentaré dormir”, añade. Julia le trae una manta cuartelera deshilachada y sucia, con la que le tapa.
La noche será larga y los captores la pasarán discutiendo sobre si deben o no cumplir la orden recibida, y así seguirán durante la mañana. Al fin, pasada la una de la tarde, deciden acatarla.
El oficial Ayoroa pide un voluntario y, a cambio, ofrece un reloj y un curso en West Point. El suboficial Mario Terán acepta y, temblando, entra en la escuela. El prisionero, sentado en un banco, lo ve temeroso y le dice: “Serénese, que va a matar a un hombre”. Era la una y diez del domingo 9 de octubre cuando Ernesto Guevara Lynch recibió las dos ráfagas que lo mataron. Había nacido un 14 de julio, el de 1928. Terán nunca recibió su reloj, tampoco fue a West Point.

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