Confirmando el apotegma castellano según el cual “no hay mal que cien años dure”, Georges W. Bush se esfumará de la vida pública el próximo noviembre. Y uno no puede por menos que poner en duda las virtudes de un sistema electoral que aupó tan alto a un personaje tan ramplón. Sin embargo, el sistema electoral norteamericano es –con toda seguridad- el menos malo de los existentes.
Para comenzar, el sistema americano mejora claramente al europeo, que apostó, hace ya muchos años, por “una democracia de partidos” (García Pelayo). Unos partidos que -más temprano que tarde- han acabado por secuestrar la democracia participativa, negándola incluso a sus propios afiliados.
Es en ese sentido en el que las primarias y la elección directa norteamericanas resultan envidiables… con unos partidos que aparecen en un discreto segundo plano y con una participación popular directa y decisiva.
Se dice, con razón, que para ganar unas elecciones primarias en los Estados Unidos se necesita mucho dinero. Es cierto. Pero también lo es que esos dólares pueden obtenerse sin recurrir a la General Motors ni a la Coca-cola. Lo está demostrando Barack Obama con sus bonos, que le han permitido financiar holgadamente su campaña.
Obama y Hillary Clinton representan hoy, sin lugar a dudas, la izquierda posible norteamericana y, si uno de ellos está destinado a ganar las presidenciales y sustituir al nefasto y a sus neocons, mejor será que quien llegue a la Presidencia lo haga con las ideas claras y con la mayor experiencia posible… y esa persona se llama, a mi juicio, Hillary Clinton, aunque su adversario dentro del Partido Demócrata reúne –es cierto- una indudable calidad personal y un carisma que nadie le niega.
Mas, sea como sea, si cualquiera de los dos es capaz de ganar a John Mc Cain (que, por suerte, tampoco es como Bush y su cuadra de radicales), bienvenidos sean ambos.