Viejos

VIEJO DE RUBENSEs un hecho bien sabido que las sociedades desarrolladas vienen sufriendo desde tiempo atrás un notable proceso de envejecimiento, entendiendo por tal el crecimiento del peso que, dentro del total, tiene la población entrada en años. Como indicador de ese peso se suele tomar el cociente entre el número de quienes han superado la edad de jubilación (65 años) y la población total. Se suele pensar que este proceso se debe a que nos morimos cada vez más tarde, pero no es ésa la causa del envejecimiento.

Es cierto que la mortalidad desciende y por ello la esperanza de vida crece, lo cual, por suerte, implica que cada vez haya un número mayor de viejos. Pero la evolución de la mortalidad influye muy poco (o nada) en el envejecimiento de la población. Dicho de otra forma: que vivamos más tiempo y que con ello aumente el número de viejos no significa que el peso de los viejos dentro de la población total crezca. Modelos matemáticos, simulaciones demográficas y comprobaciones empíricas han demostrado hasta la saciedad que la causa principal –si no exclusiva- del envejecimiento no es otra que la caída de la fecundidad. Es esa caída lo que ha transformado, por ejemplo, en España, la pirámide de edades en un auténtico botijo. Nuestro país, que en los años sesenta del siglo pasado tenía –junto a Italia e Irlanda- la más alta fecundidad de Europa, pasó a tener, tan solo veinte años después, la más baja fecundidad del mundo.
Permítaseme a este propósito una coda: en aquellos años sesenta, algunos “apresurados” pretendieron “explicar” la alta fecundidad (vista dentro de Europa, pues a nivel planetario no era muy alta) en los tres países citados por la influencia que en estas sociedades tiene el catolicismo. Claro que, cuando poco tiempo después, Italia y España se colocaron en el furgón de cola de la fecundidad europea, aquellos seudocientíficos hicieron mutis por el foro (igual que hacen las empresas demoscópicas tras las meteduras de pata a la hora de acertar los resultados electorales).

Lo primero que viene a la mente del común cuando se habla de envejecimiento demográfico es una pregunta legítimamente interesada: ¿Quién nos va a pagar las pensiones?… Y es una pregunta que la sociedad –a través de la política- deberá responder.
Con la masiva llegada de inmigrantes (cálculos más o menos fiables nos dicen que en España hay hoy, aproximadamente, cinco millones y medio de personas nacidas en el Extranjero) empezó a instalarse en la conciencia de muchos españoles la respuesta siguiente: “lo de las pensiones nos lo va a solucionar la inmigración”.

Demógrafos de toda laya y condición han mostrado de forma contundente la falsedad de esta ilusión. En efecto, la cantidad de inmigrantes que tendrían que venir a España (y a Europa) para que el envejecimiento se detuviera es de tal tamaño que ninguna sociedad sería capaz de asumirlo… ni habría en los países subdesarrollados candidatos para suministrarlo. Aunque –para decirlo todo- la más alta fecundidad de las mujeres inmigrantes está aportando su grano de arena a la pequeña remontada de la fecundidad española observada durante los últimos años. En cualquier caso, las evidencias empíricas foráneas muestran que ese diferencial entre la fecundidad de las extranjeras y de las españolas no será duradero, pues las inmigrantes asumen con bastante rapidez las pautas de fecundidad del país de acogida.
Por lo tanto, no pensemos en milagros y preparémonos para intentar resolver el problema del envejecimiento y para ello, en primer lugar, dejemos de tratar a los viejos como si fueran unos apestados.

Ya estoy oyendo a las buenas conciencias de algunos de mis potenciales lectores diciendo: “nadie trata en España a los viejos como si fueran apestados”. Entonces, me pregunto, ¿por qué se obliga a la población ocupada a dejar el trabajo en fecha fija (jubilación obligatoria) o se le adelanta la edad del retiro (jubilación anticipada) de forma masiva en empresas públicas (el caso de RTVE es paradigmático) o privadas (los bancos o Telefónica se han puesto las botas decretando jubilaciones anticipadas) o por qué la sanidad pública discrimina a los viejos?

Lo de las jubilaciones anticipadas tiene una fácil explicación y no es precisamente santa: las empresas no buscan sustituir trabajadores maduros por otros más jóvenes, sino  contratos fijos y de mejor calidad por otros peores (y me abstendré de llamarlos “contratos-basura”).
Claro que estas operaciones, que son un verdadero desastre para la sociedad y para el erario público, se disfrazan de lo que llamaré “ideología juvenil”. Se vende lo joven como equivalente a modernidad, a eficacia, a tecnología avanzada… a futuro prometedor, pero lo que se les ofrece a los jóvenes -y ahí están la EPA y otras fuentes para demostrarlo- es todo lo contrario: contratos efímeros con bajos sueldos. Así que ojo: cuando se les dice a los jóvenes que se les quiere dar paso, es probable que quien dice darles paso, se lo dé, pero no hacia su felicidad, sino hacia el abismo.

Estudios tan sesudos como empíricos han demostrado (Jagadesh Gokhale “Mandatory Retirement Age Rules.Is It Time to Re-Evaluate” The United States Special Comittee on Aging .2004) que la afirmación según la cual “los veteranos obstruyen el camino profesional a los jóvenes” es, simplemente, una patraña. Pero lo que no es una falacia, sino una realidad tangible y cuantificable es que las jubilaciones anticipadas u otros métodos de apartamiento dirigidos contra los trabajadores veteranos (métodos utilizados masivamente en España) representan un despilfarro económico y un destrozo social, empujando, además, a esos trabajadores –veteranos, sí, pero en perfecta forma física y mental- hacia la economía sumergida. Porque –para decirlo todo- fichar a gente con experiencia y talento es siempre rentable para una empresa… y más si el empresario no tiene que pagar la seguridad social. Eso es un fraude, sí, pero ¿quién es el que empuja a cometer ese fraude?

Se impone, pues, un primer corolario: decretar el retiro a fecha fija no es sólo una discriminación -por razón de la edad- inadmisible, sino que representa un despilfarro económico y social y también una carga injustificada sobre las arcas de la Seguridad Social. En otras palabras, lo razonable es que la jubilación, a partir de cierta edad, sea siempre voluntaria y las únicas excepciones admisibles serían las derivadas de un examen médico.
Dejemos claro que el elogio de “Juvenalia” es siempre un discurso mentiroso e interesado. ¿Y qué decir de ese mismo mensaje cuando se emite desde la política? Pues que los resultados a la vista están. A este respecto es digno de análisis el proceso seguido por el PSOE tras la llegada de Zapatero a la Secretaría General, hecho que trajo consigo la consagración del “nuevo” socialismo.
La “buena nueva” proclamó las virtudes de lo joven, de lo “nuevo” en todos los ámbitos de la vida. Un adanismo juvenil se impuso por doquier, aun en contra del mandato constitucional de “mérito y capacidad”. Un mensaje lleno de “savia renovadora” que fue aplaudido por la corte mediática de turno y cuyo objetivo primero y principal no era otro que el de jubilar a la “vieja guardia” socialista y, con ello, quitarse de encima cualquier competencia interna que pudiera surgir desde las filas del “viejo” socialismo, el de la Transición, el que ganó las elecciones el 28 de octubre de 1982… Una operación que, habrá de reconocérsele, le ha salido bien a ZP.

Un éxito que, como tantos en política, no ha estado exento de efectos perversos, y entre ellos no es el menor el de haber aupado a los más altos cargos del Estado a personas carentes de cualquier experiencia profesional que no fuera la adquirida dentro de los aparatos partidarios. Gentes que no han cotizado jamás a la Seguridad Social por cuenta ajena o propia fuera de lo que haya pagado por ellas el Partido o las instituciones donde éste haya tenido a bien colocarles.
En otras palabras, no parece que con estas apuesta del “nuevo socialismo” la calidad media de la llamada clase política haya mejorado, sino todo lo contrario.
Pero volvamos a la discriminación contra los viejos y, para concluir, fijaré la vista en un solo y doloroso aspecto: la Sanidad Pública. Quizá los lectores que hayan llegado hasta aquí no sepan que hay ciertos fármacos a los cuales no tienen acceso –dentro de la Seguridad Social- los viejos, como quizá tampoco conozcan que en nuestros hospitales existen maniobras de reanimación que no se les realizan (“son órdenes de arriba”) a las personas que ingresen habiendo cumplido los ochenta años… o que el CEADAC (Centro de Atención al Daño Cerebral) no admite a personas que hayan cumplido los 45 años… Normas y decisiones todas ellas que van contra el espíritu y la letra del artículo 14 de la Constitución, pero que nadie parece dispuesto a hacer cumplir.

Y aún hay ingenuos que se creen esa palinodia de que “la vejez es una segunda juventud”.

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